miércoles, 20 de abril de 2011

Si vas a andar leyendo lo que no debes

Extraño nuestra cama queen size y tu mania de recorrer tu cuerpito pequeño hasta quedar al lado del mío, "desperdiciando" con ello el resto de la cama.

Para que te enteres.

jueves, 14 de abril de 2011

6 meses


Cuando todo pasó lo único que podía hacer era cerrar los ojos e implorar:

“Dios –universo o Yemayá, el que me escuche-: que esto pase pronto, que pase un año”.

Marqué todo calendario a la mano en la misma fecha: 13 de octubre de 2011. Un año. 365 días con sus noches. Estaba segura de que el intenso dolor que amenazaba con abrirme el pecho y acabar conmigo, habría terminado en un año. Después de todo los procesos de duelo sanos requieren de 6 meses a un año, esto según mis muy ilustres maestros de tanatología.

Por momentos pensé que no lo soportaría. En un día perdí todo lo que en ese momento creí tener: mi familia por elección, mis sueños, mi casa, mi confianza, mi fe. El piso se abrió bajo mis pies y el dolor se apoderó de mi pecho, de mis brazos, de mi corazón, de mi alma. Cada minuto era un suplicio y no había nada qué pudiera hacer. Fantaseaba con pastillas mágicas con las que el dolor se desvanecería. Me habría untado un nopal con todo y espinas si alguien me hubiera garantizado que el dolor, el maldito dolor, se iría.

Conocí la soledad más profunda, el miedo de llegar a casa, de que oscurezca, de que no haya nadie. Aprendí que en esos momentos las noches se hacen eternas y que el tiempo disminuye su paso; que no existe palabra que consuele y que lo mejor es dejarse llevar, soltar el cuerpo en la oscuridad hasta caer, hasta tocar por fin el ansiado fondo. Conocí la oscuridad de mi alma y sentí temor de mi y de lo que una “mosquita muerta” como yo –somos las peores- podría llegar a hacer con el corazón arrebatado de angustia. Quería morir; le rogaba al universo que un meteorito me partiera en dos o mínimo que mi auto se volcara. Todo con tal de dejar de sentir.

Y empecé a contar los días –una de mis malas costumbres-: día uno, día dos, día veinticinco. Sentía que mi vida tenía “soundtrack”: todas las canciones de dolor y tristeza fueron escritas para mi, o al menos eso me parecía en aquel entonces. Odié la buena intención y el mal tino: “¡Échale ganas! ¡Tú puedes! ¡Vas a encontrar alguien para ti! ¡No te merece!”. CHINGUEN A SU MADRE TODOS, gritaba por dentro, y al mismo tiempo anhelaba fundirme en los brazos de alguien, sentarme a llorar en la banqueta hasta desintegrarme en el pavimento bajo la mirada de amor y aceptación de alguien.

Torturé decenas de personas con la misma historia; la maldije siete mil veces y la bendije otras tantas. Interrumpí pedas y noches de pasión –mías no, obviamente- con mis berridos y mocos. Sentí –y aún los siento a veces- escalofríos frente a cualquier mujer alta de cabellera castaña y larga –como esa con la que se fue-, real o en fotografía.

Y como en los cuentos infantiles, el tiempo pasó y un día me di cuenta de que no había derramado ni una lágrima en semanas que luego se conviritieron en meses. Después me descubrí no pensándola, no extrañándola, no queriéndola de vuelta unos días, queriéndola de vuelta otros. Y los benditos primeros 6 meses se cumplieron con tan poca fanfarria que hasta olvidé que celebraba algo: mi supervivencia.

“Un día vas a agradecer que esto pasó”- me dijo uno de esos bienintencionados un día. Tuve ganas de reventarle la cara con un bat de beisbol pero empiezo a creer que tenía razón. Estos seis meses han sido la escuela más dura y más fructífera; nunca hubiera conocido de mi todo lo que conozco ahora si no hubiera sido por aquel malquerido 13 de octubre.

Conocí el dolor y la oscuridad más profundos y aprendí que nadie, pero nadie nadie, se muere de amor.