viernes, 4 de junio de 2010

Sin título


Siempre pensé que esas parejas de portazos y exilios al sillón eran inmaduras e incapaces de comunicarse y enfrentar las broncas dentro de las 4 paredes de su “nido de amor”. Juré que no me pasaría, que no me iría a la cama sin el beso de las buenas noches y el te amo -por aquello del temor a no despertar- y heme aquí durmiendo en el sillón de la sala, chillando por el que agoniza –de sólo 4 añitos, tan joven, tan lleno de vida-, preguntándome en qué punto se me enfermó, lamentándome de mi miserable manía de codependizarme, tratando de identificar en qué chingado momento me volví a perder (tan bien que me caía, tanto que me gustaba).

Mi nueva –¿y temporal?- cama me sabe a fracaso, a miedo, a duda, al principio del fin. No podía seguir ahí, fingiendo dormir junto a ella con las emociones y las tripas echas moño de enojo y tristeza. Este autoexilio no sabe tan mal después de todo, sabe un poquito a paz y a vete-mucho-a-la-chingada-a-ver-quién-te-aguanta, casi casi como una bandera de huelga.

¿Será que todas las parejas de lesbianas acaban durmiendo en camas separadas? Por favor que alguien diga que sí. Estoy más cómoda con los ojitos cerrados.

Me pregunto qué haría -tal vez tenga que decidirlo más pronto de lo que creo-. ¿Empacar mis cositas y regresar a los amorosos brazos de mi madre y a mi disfuncional hogar a mis casi 30 primaveras? ¿Aventar mi recién adquirido trabajo y formarme en la fila de desempleados de mi ciudad-rancho? ¿Armarme de valor y buscar un lugar donde vivir en esta nueva ciudad sin amigos, familia, ni mujer?

Neta que este sillón me sabe a la más pura tragedia. Ojalá que la noche pase pronto.